Todos recordaremos lo que supuso la pandemia en lo personal y en lo profesional: una revolución de cambios inimaginable. Las pandemias son objeto de estudio y preparación en continuidad de negocio desde hace décadas. Recuerdo participar en una conferencia sobre esto en 2009 y después, gracias a Continuam (Instituto de Continuidad), en otras sobre la gripe aviar y la gripe A. No sirvió y nos dimos de frente con la realidad sin apenas preparación.
La ruptura con el pasado fue tal que el paradigma del empleo presencial se rompió, y lo que para muchas empresas era imposible, inaceptable y hasta ingobernable, se volvió posible, aceptado y controlable.
Aprender a hacer pan
En esas fechas muchos aprendimos cosas inimaginables, como hacer pan en casa. Poco a poco mejoramos la técnica para salir del paso. En el mundo corporativo, muchos aceptaron que las crisis existen y que ocurren a todos por igual. El drama de la situación, junto con la lucha por acceder a los mismos recursos en competencia clara con otras compañías, hizo que muchas tuvieran que aprender a “hacer pan”.
Por desgracia, la mayoría de organizaciones no estaban suficientemente digitalizadas como para implementar el teletrabajo de un día para otro, o por su actividad era imposible. La gestión de crisis también estaba pendiente de digitalizarse, por lo que hubo que aprender a “hacer pan”. La solución más a mano fue mantener la comunicación de crisis sobre las plataformas disponibles: Teams, Meet o, en el peor de los casos, WhatsApp.
Finalmente, aceptamos que todos somos vulnerables y que las desgracias, a veces, no vienen solas. Beneficiándose de la pandemia, se incrementaron los ciberataques y las estafas cíber. La crisis sanitaria también perjudicó la cadena de suministro, y el bloqueo del Canal de Suez, aunque no tuvo relación con la pandemia, dio como resultado la acumulación de dos crisis. Todos conocemos más ejemplos.
En definitiva, las crisis existen y se pueden solapar. Este despertar a una realidad difícilmente aceptada previamente conlleva que no podemos aprender a hacer pan continuamente, sino que, como las buenas prácticas recomiendan, es necesario prepararse.
Crisis a cámara lenta
Una crisis es un evento o situación negativa que afecta, o amenaza afectar, a personas (partes interesadas), medio ambiente, operaciones empresariales, reputación y/o resultados de la organización a largo plazo. Es un acontecimiento negativo que detendrá en cierta medida la actividad habitual, que requerirá atención inmediata y la orientación de los directivos.
Las crisis tienen unas características que podemos enumerar:
- Son difícilmente predecibles y generan retos extraordinarios y no planificados.
- Son repentinas o progresan gradualmente desde un incidente no controlado.
- Requieren una respuesta urgente y, habitualmente, un tiempo prolongado para minimizar el daño.
- Por su impacto, son complejas y dan lugar a una fuerte incertidumbre.
- Dada su visibilidad, generan interés mediático y suponen una amenaza reputacional.
- Tienen difícil solución mediante los planes y procesos predefinidos por la organización. Requieren una estrategia creativa, flexible, dinámica y sostenida.
Es fácil relacionar cada característica anterior con la pandemia. No obstante, esta ha sido especial: ha sido una crisis a cámara lenta. Hemos podido reaccionar y anticiparnos, incluso posponer decisiones, horas o días sin merma para la capacidad de reacción.
Lo que desaprendimos
La velocidad de la COVID-19 no ha requerido una respuesta urgente, en el sentido de que cada minuto cuenta. Con el paso del tiempo, la sensación de dominio de la situación ha transformado una solución “de necesidad” en “la” solución de comunicación en crisis.
La consecuencia es que, en lo que se refiere a la comunicación durante la crisis, hemos pasado de aprendices de panadero a creernos reposteros sin solución de continuidad. ¿Qué falla en este razonamiento? Pensemos en otra crisis: un ciberincidente. ¿Es un tipo de crisis que nos dé margen a pensar? Se requiere una respuesta inmediata y existe una enorme presión por la toma de decisión.
Es en estas circunstancias cuando se necesita una solución de alertas que te despierte en medio de la noche. No basta con chatear, porque si no hay nadie al otro lado o esa herramienta pierde el foco de nuestros empleados fuera del horario laboral, estarás desprotegido en los momentos más vulnerables.
En medio de una situación cíber, como en toda crisis, interesa aislar y contener el problema. Entre las primeras medidas podría incluirse suspender servicios (mensajería) que colaborasen a propagar el incidente. ¿En qué situación quedamos si al hacerlo estamos cerrando nuestro canal de comunicación y no hay otro alternativo?
Pongamos otros ejemplos: incendios, catástrofes naturales, daños medioambientales, caída de sistemas, fuga de datos, accidentes o crisis reputacionales. ¿Son estas crisis de evolución lenta? Al contrario. Cada minuto de retraso en la toma de decisión, en alertar, aumenta exponencialmente las consecuencias y reduce la capacidad de control.
¿Permite la COVID-19 extrapolar que una aplicación de mensajería nos permite manejar una situación explosiva y cambiante? Nada más lejos de la realidad. La dinámica en la COVID-19 fue favorable para esas aplicaciones. No se nos ocurriría extrapolar que un vehículo, por funcionar bien a baja velocidad, vaya a hacerlo con fiabilidad a máxima velocidad. Idénticamente, es erróneo afirmar, sin probarlo en los peores escenarios, que las app de mensajería van a ser una solución adecuada en escenarios dinámicos. Esto hemos desaprendido, y se hace necesario reconsiderarlo antes del próximo escenario.
Sistema de alerta
Lo primero que va a exigir cualquier experto en gestión de crisis a una solución es una alta disponibilidad. Basta con leer los acuerdos de nivel de servicio de las soluciones mencionadas para darse cuenta del inexistente compromiso de alguna solución. En otras, se limita a devolver el coste del uso no disfrutado. En una crisis, si la plataforma de alertas no funciona, no es consuelo recuperar el coste de esas horas sin servicio. Nada repara ya el daño.
Desde niños aprendimos la moraleja de poner todos los huevos en la misma cesta. En crisis tenemos que responder con la máxima celeridad. Cuando el plan reside en un único canal de alerta, cualquier fallo del mismo nos vuelve vulnerables. Si además no es capaz de despertar a los equipos en medio de la noche, no es adecuado. Al contrario, cuando la alerta se transmite sobre varios canales simultáneamente, las probabilidades se multiplican. Ahí reside buena parte del éxito.
La función de la comunicación es poner en marcha el plan de respuesta y coordinar que se ejecuta al ritmo adecuado. Una mala elección de la solución de alertas es como colocar unos neumáticos inadecuados a un coche: pone en riesgo y limita la velocidad de respuesta. Si no están diseñadas para crisis, no son adecuadas. Esperar buenos resultados en eventos disruptivos es arriesgado y, como mínimo, imprudente. Además, difícilmente podremos mantener la capacidad de buen gobierno cuando la información necesaria para decidir reside en un entorno disperso de chats. El tiempo y la próxima crisis se encargarán de poner en evidencia estas carencias en gestión de crisis.