El primer jefe de bomberos con el que contó la Brigada Edimburgo fue James Braidwood. Siendo su padre uno de los mejores constructores de la ciudad, la inclinación profesional más natural del hijo fue seguir los pasos de su progenitor, consiguiendo a su debido tiempo la titulación de maestro aparejador. A raíz de los numerosos incendio que le tocó combatir, con los años fue analizando el papel que tienen las construcciones en el comportamiento del fuego; debió resultarle más que evidente que las edificaciones de madera propagan el fuego con más acritud que las de mampostería.
En su papel de jefe de bomberos, Braidwood exigía a su personal la realización de simulacros nocturnos y de evacuación periódicos. Y no solo eso; él también participaba, como un bombero más, tanto en las prácticas como en los siniestros. Sus trabajos sentaron las bases de lo que sería la organización de los futuros departamentos de bomberos, estableciendo procedimientos operativos para la extinción de los incendios de una manera racional y científica. Estos conocimientos los plasmó en un librito, de unas 200 páginas, publicado en 1830, al que llamó Fire Prevention and Fire Extinction (Prevención y extinción del fuego). En él, además, recogía los medios de extinción, un reglamento de 396 normas y la organización de la Brigada de Bomberos de Edimburgo. Solía insistir en que todo bombero debía tener conocimientos sobre construcción, bombas contra incendios, comportamiento del fuego y tácticas de intervención.
A fin de resolver satisfactoriamente cualquier siniestro que se presentara, a él le debemos también la especialización que hizo en el seno de sus bomberos y que tanto influiría después en numerosos servicios del mundo. De este modo, el cuerpo fue contando con bomberos que dominaban otras artes y oficios, siendo todavía hoy algunas de estas especialidades requisitos necesarios para acceder a algunos cuerpos de bomberos españoles.
En la época de Braidwood, los incendios se extinguían desde el exterior. Y esto era así, porque a unos bomberos poco o nada remunerados y con poca o ninguna protección personal contra el fuego, tan solo se les pedía salvar de las llamas el solar.
Prendas ignífugas
Corría ya plenamente el siglo XVII y los matafuegos no disponían todavía de una eficaz protección contra el fuego; de hecho, las prendas que usaban los bomberos eran poco resistentes a ello. Por esta época, la protección del cuerpo estaba limitada a pantalones y chaquetones de lana; la lana es una sustancia natural que proporciona una excelente resistencia térmica, estando su temperatura de ignición en torno a los 600 grados centígrados, mientras que las camisas interiores, por el contrario, eran de algodón, una sustancia que tiene una afinidad pasmosa por el fuego.
La seda había demostrado ser una materia idónea para protegerse del fuego, pero el laborioso trabajo del gusano de seda la hacía prohibitiva en un oficio tan poco rentable como el de matafuegos. Las botas, al igual que el casco y los guantes, eran de cuero.
La evolución de un incendio, sea cual sea su propagación, es un fenómeno que a veces no obedece al sentido común o a patrones conocidos
Para dotar a las prendas de vestir de la necesaria incombustibilidad, el ser humano probó a ignifugarlas. Las primeras ropas tratadas con sustancias retardantes a la llama tuvieron como materia prima las empleadas por los egipcios de la antigüedad para momificar a los difuntos. Para este fin empleaban una «sal divina» que tenía la propiedad de amojamar la carne y evitar la putrefacción: el natrón. En concreto, el natrón tiene en su composición un elemento químico llamado boro (término que proviene del árabe buraq). El boro se sintetizó en 1808 por el químico y físico francés Joseph Louis Gay-Lussac, pero no fue hasta 1821 cuando él mismo descubrió que un compuesto de boro que incorporaba el natrón, el tetraborato de sodio, también conocido como bórax, era capaz de hacer relativamente ignífugas las prendas textiles con solo añadir esta sustancia a la colada.
Desde el exterior
Por otro lado, Braidwood hacía hincapié en que la forma más efectiva de apagar los fuegos de viviendas era desde dentro, localizando previamente el foco.
Para orientarse con seguridad por el interior de las peligrosas edificaciones envueltas en llamas, Braidwood se valía de cuerdas guía que servían de vía de escape en caso de emergencia, procedimiento que todavía hoy usamos, a pesar de las innovaciones tecnológicas con la que nos servimos en materia de visión infrarroja.
Sin embargo, aquella imagen del bombero de antaño lanzando agua a chorro desde el exterior de una edificación en llamas ha vuelto a estar de moda gracias a las sesudas reflexiones de los expertos bomberiles de hoy en día. La razón es que esta acción a distancia, y desde el exterior, pretende cumplir dos objetivos fundamentales: por un lado, evitar la propagación del fuego por el exterior, salvo que la fachada esté recubierta de un elemento tan combustible como el que arrasó dos edificios en el barrio de Campanar, en Valencia, el 22 de febrero de 2024. Y, por otro, con esta maniobra se persigue rebajar las calorías que pueda haber en el interior de la vivienda –procedimiento denominado «ablandado»–, en la esperanza de que el equipo de bomberos que avance por el interior pueda tener más probabilidades de encontrar con vida a los atrapados.
Sin embargo, fíjese que estos incontrolables incendios propagados por el exterior rompen con las consabidas consignas que damos a la población acerca de que, si se ven atrapados por el fuego, lo más seguro es que cierren puertas y ventanas y esperen a que los bomberos lleguen en su ayuda.
La evolución de un incendio, sea cual sea su propagación, es un fenómeno que a veces no obedece al sentido común o a patrones conocidos. De hecho, pertenece a la ignota especialidad física de los fluidos turbulentos. Los incendios más virulentos entran, pues, dentro de la categoría de los fenómenos aleatorios o caóticos, resultando impredecible su comportamiento, al igual que sucede con las turbulentas aguas cuando se desata una inundación. Werner Karl Heisenberg (1901-1976), el eminente físico alemán que formuló el principio de incertidumbre, dijo al respecto: «Cuando me encuentre con Dios, le haré dos preguntas: ¿por qué la relatividad? y ¿por qué la turbulencia? Estoy seguro de que me sabrá contestar a la primera».
Un fenómeno ígneo, parecido a esto que estamos contando, debió ocurrir durante el combate del fuego originado en la calle Tooley de Londres durante el 22 de junio de 1861. Este incendio fue tan extremo que estuvo campando a sus anchas durante 14 días. En concreto, Braidwood se encontraba con sus hombres en un sector de la ciudad combatiendo el fuego cuando se vino abajo un muro y lo sepultó. Sus compañeros tuvieron que emplearse a fondo durante tres días para recuperar su cuerpo. En el momento de su muerte tenía 61 años.