La segunda mitad del pasado siglo XX ha visto, primero, la aparición, y después, el crecimiento exponencial de la «globalización», fenómeno que ha alcanzado sus cotas más elevadas en las primeras décadas de este siglo hasta el desencadenamiento de la pandemia por el Covid-19.
Son conocidas y reconocidas las consecuencias de todo tipo que el citado fenómeno ha tenido en muchas zonas del planeta, potenciando así el desarrollo de las mismas y mejorando como consecuencia el nivel de vida de sus poblaciones. Pero la vida ha seguido después de la pandemia, y aunque no parecen ser muy evidentes los motivos, muchos analistas coinciden en que, a partir del punto de inflexión señalado, nada ha sido igual.
Tensiones nuevas o previas, adormecidas durante más o menos tiempo, se están haciendo notar cada vez con más claridad y vigor, haciendo que –por decirlo sin circunloquios– el mundo no parezca igual al vivido solo unos años antes.
Cambio de paradigma
El cambio era un paradigma asociado fuertemente al fenómeno de la globalización y, por ello, era absolutamente determinante tenerlo en cuenta en el proceso de planificación estratégica de las empresas. Lo señaló muy acertadamente Bill Gates, uno de los más destacados líderes globales, al decir que «cada nuevo cambio obliga a todas las empresas de una industria a adaptar sus estrategias a ese cambio».
La frase de Gates es, por sí misma, relevante en las circunstancias actuales, ya que la propia variación del sentido del fenómeno comentado debe conducir a la conclusión de que nos hallamos totalmente inmersos en un fuerte proceso de cambio, al que las empresas habrán de adaptar sus estrategias si desean alcanzar los objetivos pretendidos.
En este sentido, Michael Porter, reconocido padre de la Inteligencia Competitiva en los Estados Unidos de América y en el mundo occidental, ya anticipaba hacia los años ochenta del siglo XX que «las empresas (organizaciones) que no tengan una ‘estrategia’, sean grandes o pequeñas, son muy vulnerables y serán derribadas por los vientos de la competencia en el corto plazo…»1.
En muchas ocasiones, especialmente por parte de aquellos no muy familiarizados con el término y el proceso de planificación estratégica, se cree que disponer de una estrategia implica, simplemente, la existencia de un documento con tal título o, por el contrario, que la inexistencia de tal documento necesariamente conlleva que la organización no dispone de estrategia. En los párrafos que siguen trataremos de arrojar un poco de luz sobre el asunto, de una manera sencilla.
Planificación estratégica
Para disponer de una estrategia, lo primero que la organización o empresa debe hacer es un análisis en el que, a partir de la misión, visión, valores y objetivos puestos en el contexto en que desarrolla su actividad, deberá, como paso inicial e imperativo, identificar sus fortalezas y debilidades internas, así como las oportunidades y amenazas provenientes del exterior a la misma, siempre referidos a los objetivos que se pretenden alcanzar.
Según los resultados obtenidos de la fase anterior, será posible identificar las diferentes opciones estratégicas y elegir aquella estrategia que se crea más apropiada para la consecución de dichos objetivos. Ni que decir tiene que el proceso deberá permitir la elaboración de los planes necesarios para llevar a la práctica lo pretendido, sin olvidar que, a menos que dichos planes sean dotados con los recursos económicos y humanos necesarios, estaremos hablando más de una lista a los Reyes Magos que de otra cosa.
De todo lo anterior, es importante resaltar que el paso inicial descrito brevemente más arriba es, en la mayoría de los casos, al que menos importancia se concede. Sin razón, se piensa que se trata de aspectos conocidos o de los que se conoce lo suficiente. Sin embargo, no siempre es así, y esto es especialmente cierto cuando se considera al entorno como el dominio en el que los efectos del permanente cambio inciden o pueden incidir de manera no siempre evidente por su magnitud o intensidad.
Tampoco deberían infravalorarse los efectos que el cambio pueda tener sobre la propia organización o empresa, tanto en lo material como en su capital humano.
Como en todo proceso que conlleve toma de decisiones, es obligado insistir, como venimos haciendo en esta sección, en la absoluta necesidad de que estas se adopten de manera fundada; es decir, apoyándolas en el conocimiento preciso sobre todos aquellos factores que conforman la situación.
Y la selección, adopción, implantación y ejecución de una estrategia por parte de una empresa u organización implica una serie de toma de decisiones cuyos efectos pueden ser más o menos inmediatos, pero que redundarán en el éxito de la misma o, por el contrario, podrían llegar hasta hacerla desaparecer.
Toma de decisiones: estrategia e inteligencia
Si «la estrategia es un patrón en una corriente de decisiones», como señalaba muy acertadamente Henry Mintzberg −uno de los más reputados estrategas de nuestro tiempo−, debemos llegar a concluir que no resulta posible el éxito (a menos que el factor suerte se manifestara favorablemente de manera permanente) sin disponer del conocimiento necesario para adoptar las decisiones adecuadas en cada momento.
Conocimiento que, especialmente preparado para las circunstancias específicas de un usuario, se conoce con el nombre de «inteligencia», lo que explica la íntima relación entre ambos conceptos y disciplinas. Pero, debe quedar muy claro al lector que ambos no deberían estar al mismo nivel en cuanto a consideración.
Así, señala muy acertadamente B. Gilad que «si bien una buena estrategia con una mala inteligencia producirá resultados mediocres; una mala estrategia con buena inteligencia es garantía absoluta de fracaso». Esta frase deja perfectamente claro que la inteligencia es muy importante para la elección y ejecución de la estrategia, pero que, una vez puesta en marcha por la organización, el rol de la inteligencia es alimentarla en los momentos en que hayan de adoptarse las decisiones. Si la elección no fue la adecuada, difícilmente se podrá cambiar el rumbo de la nave.
Puesto todo lo anterior en el contexto de cambio actual, parece casi innecesario insistir en la absoluta necesidad de que las empresas y organizaciones españolas entiendan como imperativo el dotarse de capacidades de inteligencia permanentes y propias, más que seguir recibiendo esporádicamente asesoramiento externo, cuyo valor nadie niega, pero cuyos aspectos menos positivos merecerían tenerse muy en consideración.
Valor de la Inteligencia
Para quien esto escribe, nada es más evidente al respecto que la frase con la que Isaac Martín Barbero, antiguo director general de Internacionalización de la Empresa en ICEX España Exportación e Inversiones, resumía la importancia que las empresas españolas deberían conceder a la inteligencia en un contexto de enorme incertidumbre como el actual: «El valor de la inteligencia viene dado por la contundencia con la que refuerza la capacidad de la empresa para tomar las decisiones necesarias para afrontar su futuro y evolucionar».
Solo podemos añadir «Amén».
Notas al final
1 Competitive Strategy: Techniques for Analyzing Industries and Competitors, 1980.