A lo largo de la historia, el entorno de los negocios se ha visto afectado por diferentes niveles de turbulencia y los directivos han ido respondiendo a estos cambios mediante el desarrollo de enfoques sistemáticos para poder hacer frente a la complejidad, a la novedad y a la incapacidad de predicción que genera cada nueva situación. Pero ha sido en estos últimos años cuando se ha producido una sucesión continua de situaciones impredecibles e, incluso, impensables. Sirvan a modo de ejemplo la clara debilidad de la Unión Europea, el creciente poder de China, la guerra en Ucrania y, especialmente, la pandemia originada por el SARS-CoV-2, que ha puesto en jaque no solo campos como la medicina −buscando a contrarreloj los conocimientos y la tecnología precisa para hacerle frente−, sino al planeta entero.
Estos cambios drásticos en el entorno han afectado a las empresas de todos los sectores e industrias sin excepción. De hecho, hemos visto modelos de negocio que, de la noche a la mañana, han desaparecido o se han quedado obsoletos, nuevas oportunidades que eran impensables hace pocos años y, sobre todo, una necesidad imperiosa de diversificar y adaptar muchos modelos de negocio a mercados y actividades totalmente nuevas. Es decir, las empresas han tenido que reinventarse ante una situación totalmente imprevista y de consecuencias globales, donde suena cada vez con más fuerza el término “entorno caótico”.
En un mundo donde el conocimiento se ha convertido en uno de los intangibles más valorados, donde la tecnología no descansa en su evolución, donde surgen nuevas áreas de conocimiento y donde hasta la propia Universidad tiene que desarrollar nuevos grados y ofertas académicas que respondan a estas exigencias, no podemos seguir pensando en la empresa como una “unidad económica de producción” y tomar decisiones en base a esta concepción.
En un mundo donde a los profesionales altamente cualificados como los ingenieros o los químicos ya no solo se les pide que apliquen su conocimiento, sino que, además, sean creativos y visionarios y redescubran nuevas aplicaciones, nuevos mercados e incluso nuevos clientes, está claro que es necesario dotar a la empresa de nuevas herramientas que le permitan seguir manteniendo su competitividad ante las nuevas reglas del mercado.
Y, sin embargo, en un mundo donde la incertidumbre es máxima, donde las tecnologías han propiciado un incremento exponencial de información y desinformación y donde a veces la realidad empresarial puede llegar a ser caótica, la tarea principal del directivo sigue siendo la toma de decisiones. Esta es la única constante, tomar decisiones.
Es necesario dotar a la empresa de nuevas herramientas para seguir manteniendo su competitividad ante las nuevas reglas del mercado
A nivel de alta dirección, la toma de decisiones necesariamente se inserta en el ámbito de la dirección estratégica, pues la elección de una decisión incorrecta puede llevar a la empresa al fracaso, incluso a la quiebra. Por ello, los empresarios toman cada día decisiones relativas a su estrategia con el objetivo de reforzar su posición competitiva en el mercado y, si es posible, expulsar a los competidores de él. Esto deja patente la gran importancia que tiene, para este profesional, llevar a cabo un proceso óptimo de toma de decisiones, teniendo en cuenta que la información de la que dispone es prácticamente incontrolable dada su cantidad, calidad y diversa procedencia.
Pero las actuales reglas del juego ya no nos permiten continuar tomando decisiones siguiendo los criterios tradicionales de experiencia, intuición, etcétera. Ahora hace falta una metodología, un procedimiento que permita al directivo minimizar toda esa incertidumbre y toda esa desinformación y que le garantice que sus decisiones se apoyan en información fiable, verificada y contrastada, así como en conocimiento aplicado sobre esa información. Y todo esto hace que directivos de todas las compañías y sectores tengan que replantearse necesariamente el término ‘competitividad’.
Inteligencia y competitividad en la empresa
La palabra ‘competitividad’ va ligada al éxito, a la ventaja competitiva; en definitiva, a la empresa. Tradicionalmente, la competitividad de una organización se ha vinculado con factores económicos, pero ante un entorno en continua evolución, también lo hacen los factores que explican la competitividad de una corporación. Antes, el principal objetivo de una empresa privada era casi exclusivamente la maximización del beneficio, por lo que toda su estrategia se enfocaba a la consecución de esta meta y el pensamiento estratégico estaba dominado por parámetros como la eficiencia en el uso de recursos escasos o la productividad. Todo con el objetivo de encontrar la ventaja competitiva sostenible.
Es innegable que cualquier organización que quiera alcanzar el éxito debe partir de un buen conocimiento de sus competidores actuales y potenciales. Pero no se trata de pretender conocer todos los aspectos de la competencia, puesto que eso sería ineficiente en tiempo y recursos. Las empresas deben centrar sus esfuerzos en tener un buen conocimiento de los factores clave del éxito de sus competidores, su core business, pues es ahí donde radica la fuente de ventaja competitiva, llámese tecnología, producto, conocimiento, cartera de clientes, proveedores clave, etcétera.
La competitividad es la capacidad de una empresa para obtener unos rendimientos en sus negocios, sector o industria por encima de los de la competencia. Por consiguiente, la capacidad de competir está ligada a la estrategia en todas sus dimensiones, tanto corporativa (en qué negocios decide competir la empresa) como competitiva (cómo decide competir en cada negocio) y funcional (cómo desarrollar cada función de la compañía y dónde para cumplir unos objetivos). El objetivo es obtener la deseada ventaja competitiva.
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